Después de haber pasado intermitentes temporadas en nuestra ciudad –iniciadas en aquel glorioso setiembre de 1812- Manuel Belgrano se estableció en ella a partir del 7 de agosto de 1816. Había sido designado otra vez jefe del Ejército del Norte, que desde entonces permanecería acampado en Tucumán durante más de dos años.
Fue en diciembre de 1818 que el gobierno central, enfrentado con los caudillos, ordenó que la fuerza de Belgrano marchara a Santa Fe, para hacerse cargo del ejército de operaciones contra Estanislao López. La marcha se ejecutó desde enero de 1819, en forma escalonada. Pero no hubo ocasión de luchar: en abril, el caudillo López firmó un armisticio con las fuerzas nacionales del general Juan José Viamonte, en San Lorenzo.
Luego de hacer jurar a sus tropas fidelidad a la efímera Constitución de 1819, Belgrano contramarchó hacia Córdoba.
Adiós al Ejército
Estaba acampado en la Cruz Alta, sobre el Río Tercero, cuando lo visitaron los médicos Manuel Antonio de Castro y Francisco de Paula Rivero. Advirtieron, muy preocupados, que la enfermedad (una hidropesía, sumada a varias otras) había avanzado sobre el organismo del general. “Sé que estoy en peligro de muerte”, les dijo. “Tienen aquí una capilla donde entierran a los soldados. También pueden enterrar allí al general”.
El 11 de setiembre, Belgrano resolvió dejar definitivamente el mando. Se lo transfirió al coronel mayor Francisco Fernández de la Cruz y partió a Tucumán. “Estando tan cerca de Buenos Aires, donde abundaban los buenos médicos y demás recursos del arte, jamás quiso ir, y prefirió trasladarse a una provincia lejana”, apunta en sus “Memorias” el general José María Paz. Y se preguntaba: “¿Fue causa de esta resolución la enemistad personal que se le suponía con el director supremo Pueyrredón? ¿O solamente fue efecto de afecciones particulares que lo traían a Tucumán?”.
En la Ciudadela
En realidad, las “afecciones particulares” estaban representadas sobre todo por su hija Manuela Mónica, nacida el 4 de mayo de 1819 de sus amores con Dolores Helguero. El hecho es que, llegado a Tucumán, se instaló en la humilde casa que había edificado en las afueras de la ciudad, próxima a La Ciudadela y sobre el terreno que el Cabildo le obsequió en 1816. La vivienda estaba “al sur y a continuación de la Casa de Jesús”, hoy Colegio de las Esclavas, según precisaba en 1884 don Marcelino de la Rosa, albacea de la familia Belgrano. Agregaba que entonces se divisaban todavía “algunos vestigios de la casa y un pozo de balde”.
Estaba retirado de toda actividad pública y se trataba con muy pocas personas. Antes de que la enfermedad lo atara a la cama por períodos cada vez más largos, salía a caballo por las tardes. Generalmente, en compañía del comerciante porteño José Celedonio Balbín. Se habían hecho amigos en las campañas del Alto Perú, y Balbín lo ayudaba económicamente, porque Belgrano estaba en pésima situación económica: le debían muchos meses de su sueldo de general.
Noche de atropello
Así estaban las cosas la noche del 11 de noviembre de 1819, cuando el capitán Abraham González se alzó en armas contra el gobernador Feliciano de la Mota Botello, lo apresó y se instaló en el despacho oficial del Cabildo.
Temeroso de la actitud que Belgrano, aunque retirado, pudiera asumir frente al golpe, González ordenó arrestarlo. Un piquete irrumpió en la casa del creador de la Bandera, que estaba en cama. Según el historiador Bartolomé Mitre, el general le espetó: “¿Qué quieren de mí? Si es necesaria mi vida para asegurar el orden público, aquí está mi pecho; quítenmela”.
Intentaron encadenar las hinchadas piernas de Belgrano, que ya no soportaban el roce de las sábanas. Sólo la enérgica actitud de su médico, el doctor José Redhead, pudo impedir el atropello. De todas maneras, le pusieron un centinela en la puerta. Aunque después el soldado fue retirado, todo el episodio dejó a Belgrano muy deprimido.
Ingratitudes y despedida
Los escasos visitantes de su casa se redujeron aun más. Una tarde, confió a Balbín: “Yo quería a Tucumán como a la tierra de mi nacimiento; pero han sido aquí tan ingratos conmigo, que he determinado irme a morir a Buenos Aires, pues mi enfermedad se agrava cada día más”. Pidió auxilio al gobierno para los gastos del viaje, pero le contestaron que no había fondos en la caja, ni podían proporcionarle caballos para su carruaje.
Enterado de esto, Balbín le facilitó sin titubear el dinero que necesitaba. El general lo aceptó, dice Mitre, “agradecido, con cargo de devolución”. Según Juan Bautista Alberdi, niño entonces, el general se despidió emocionado de “los campos vecinos al Aconquija”. Puso “en aquella hermosa montaña una mirada llena de amor, y bajando el rostro bañado en lágrimas dijo: Adiós por última vez, montaña y campos queridos”.
Un penoso viaje
El carruaje partió de Tucumán en febrero de 1820. Lo acompañaban el médico Redhead, el capellán Villegas y dos de sus antiguos oficiales: sus grandes amigos, los coroneles Emigdio Salvigni y Gerónimo Helguera. En cada posta, éstos lo cargaban para bajar del coche, ya que sus piernas hinchadas le impedían todo movimiento. Soportaba silencioso los desdenes. En territorio cordobés, llamó a un maestro de posta, y el insolente le mandó a decir “que viniera él, porque estaban a la misma distancia”.
El gobernador de Córdoba, su antiguo subordinado Juan Bautista Bustos, fue tan mezquino como el gobierno de Tucumán, y no le proporcionó ayuda alguna. Pero un comerciante de esa ciudad, Carlos del Signo, le acercó 400 pesos, sin admitir recibo. Belgrano le escribió “agradecidísimo” y le envió “un libramiento para Buenos Aires, el mismo que tengo el honor de acompañarle, contra mí mismo y a quince días visto, para la mejor exactitud de su pago”.
En Buenos Aires
Gracias a estos auxilios, “el vencedor de Tucumán y Salta pudo arrastrarse moribundo hasta su ciudad natal”, escribe Mitre. Llegó en marzo y se alojó en la casa de su hermano, el presbítero Domingo Belgrano. Allí lo cuidaba su hermana Juana. Llegó a visitarlo un día el general Gregorio Aráoz de La Madrid. Conversaron con gran afecto y Belgrano sacó de su escritorio unos apuntes sobre las campañas militares que La Madrid había escrito, por su orden, años atrás. Le dijo que “los recorra y detalle más prolijamente y me los traiga”. Serían la base de las famosas “Memorias” del tucumano.
El gobernador Ildefonso Ramos Mejía le envió un auxilio de 300 pesos. Pero Belgrano necesitaba más, para pagar sus muchas deudas. Ramos Mejía planteó el asunto a la Junta de Representantes. Pero los diputados ni siquiera trataron el pedido: la amenaza de invasión de los caudillos concentraba su preocupación.
Disposiciones finales
Lo vino a visitar su amigo Balbín. Según este narraría, Belgrano deploró que no pudiera montar a caballo “para tomar parte de la defensa de Buenos Aires”. Le dijo “me hallo muy malo: duraré muy pocos días”, y agregó: “muero tan pobre, que no tengo con qué pagarle el dinero que usted me prestó”. Pero le aseguró que se lo podría cobrar de “algunos miles de pesos de mis sueldos” que le debía el gobierno, y que le serían pagados a su albacea “cuando el país se tranquilice”. Fray Cayetano Rodríguez venía con frecuencia a asistirlo.
El 25 de mayo, firmó su testamento. Instituía heredero a su hermano Domingo y, dice Mitre, le hizo el “encargo secreto” de que, pagadas todas las deudas, aplicase el remanente de sus bienes a favor de Manuela. Esto además de encargarle que “hiciera con ella las veces de padre y cuidara de darle la más esmerada educación”.
¡Ay, patria mía!
El 19 de junio, pidió a su hermana que le alcanzara el reloj de oro que colgaba en la cabecera de su cama. Se lo entregó al doctor Redhead. “Es todo cuanto tengo que dar a este hombre bueno y generoso”, dijo. Escribe Mitre que “luego empezó su agonía, que se anunció por el silencio, después de prepararse cristianamente, sin debilidad y sin orgullo, como había vivido, a entregar su alma al Creador. Las últimas palabras que salieron de sus labios, fueron estas: ¡Ay, Patria mía!”.
Así, el 20 de junio de 1820, a las 7 de la mañana, expiró el general Manuel Belgrano, diecisiete días después de haber cumplido los 50 años. En ese momento, Buenos Aires llegaba al clímax de la anarquía, con tres pretendidos gobernadores: Ramos Mejía, el general Miguel Estanislao Soler y el Cabildo.
Muerte sin eco
Tres periódicos se editaban entonces en Buenos Aires: “La Gaceta”, que era el oficial, “El Argos” y “El Despertador Teofilantrópico”, dirigido por el famoso fraile Castañeda. Este último papel fue el único que, días después, comentó en verso: “Triste funeral, pobre y sombrío,/ que se hizo en una iglesia junto al río/ en esta capital al ciudadano/ brigadier general Manuel Belgrano”.
El 14 de agosto de 1820, Domingo Belgrano escribió a Tucumán al futuro obispo, doctor José Agustín Molina. Narraba patéticos entretelones. Cuando su hermano era general, como nadie quería prestar dinero al Ejército, había garantizado con su firma varias de esas operaciones.
Patética secuela
Sucedía que un acreedor, Teodoro Fresco, había presentado su libranza y el gobierno de Buenos Aires no se la pagó. El hecho afectó seriamente a Belgrano. “Se apesadumbró y se hirió tan vivamente en lo puro de su honradez, que la melancolía acabó con él”, narraba su hermano. “¡Ay, amigo! ¿Quién creyera que a este estado lo había reducido el haber amado tanto a su ejército y su patria?”.
Domingo explicaba a Molina que no tenía dinero para pagar a Fresco. La única posibilidad era presentar el libramiento a las autoridades de Tucumán. Si no conseguía que lo pagaran, indicaba Domingo, “que se venda la casita que hay en esa, de su propiedad”, y “con ello se pague a dicho fresco los mil y cerca de trescientos pesos”. Encargaba entonces a Molina: “a la casa la haces tasar y, según el resultado del valor, o la ofreces a Fresco o la vendes. Ojala alcance para pagarle. Así se verificará que en vida y después de muerto, todo lo sacrificó a la patria”.